A Juego de Tronos le falta la UPCT

Publicada el 14.Jun.2013
Una cosa tienen en común los honrados Stark con los codiciosos Lannister, así como con los rudos Greyjoy de las Islas del Hierro, con el inflexible Stannis Baratheon y con lo poco que queda de la casa Targaryen: ninguno de ellos apuesta por obtener una ventaja tecnológica que les ayude a ganar la guerra que se libra en Canción de Hielo y Fuego, la serie de novelas fantásticas de George R. Martin que ha popularizado la obra televisiva de la HBO Juego de Tronos, cuya tercera temporada acaba de concluir.

En el mundo de Juego de Tronos, tanto en el ¿más civilizado? Poniente como en el exótico continente oriental, no hay vestigio alguno de evolución científica. Como en otras muchas obras del género de Fantasía Épica, los personajes viven en sociedades feudales que evocan una Edad Media eterna en la que avances tecnológicos fundamentales, como las armas de fuego, la imprenta o las máquinas de vapor ni están ni se les espera.

Los Siete Reinos destilan un estado de decadencia dado que las grandes producciones humanas, como el enorme Muro, los impresionantes castillos o el fuego y el acero valyrio hace siglos que se realizaron y sus actuales habitantes se muestran cada vez más incapaces siquiera de mantenerlas y emularlas, y aún menos de superarlas. De hecho, saberes fundamentales para el desarrollo de la trama, como todo lo relacionado con los Caminantes Blancos y la extinción de los dragones, se han perdido.

Y es que en Juego de Tronos, donde hay gobernantes, militares, religiosos, campesinos, comerciantes, artesanos, herreros, restauradores, albañiles, armadores, médicos, banqueros y prostitutas, falta una profesión que siempre ha existido en la historia de la humanidad, incluso en las épocas de involución social: no hay inventores, ni ingenieros, ni científicos, nadie investiga. No hay universidades. Lo más parecido es la Ciudadela, una decadente institución teológica, que más allá de ratificar el cambio de estación meteorológica, en nada contribuye a aclarar uno de los grandes enigmas de su mundo y el nuestro: ¿cúal es el Dios verdadero?

Es evidente, pues, que en Juego de Tronos falta la UPCT. Nuestros ingenieros navales darían sin duda ventajas competitivas suficientes para decantar las decisivas batallas marítimas; sus arquitectos edificarían castillos que resistirían el ataque con dragones; nuestros agrónomos conseguirían aumentar las cosechas aún en pleno invierno y permitirían abastecer a la sufrida población incluso en tiempo de guerra; nuestros ingenieros industriales harían más productivo el reino con soluciones tecnológicas innovadoras; nuestros telecos desarrollarían sistemas de comunicación más fiables y veloces que los cuervos mensajeros; las carreteras no volverían a ser lo mismo si contaran con nuestros ingenieros civiles, que también darían un mejor uso de los recursos hídricos y mineros y ampliarían los puertos. Hasta las maltrechas finanzas estatales se solventarían si contaran con nuestros estudiantes de ADE; por no hablar del aprovechamiento de los recursos turísticos y la pericia en el vuelo con dragones que obtendrían si tuvieran centros adscritos como los nuestros.

Mientras disfrutamos de la serie y esperamos a que Martin escriba los dos libros que restan para conocer el desenlace de esta apasionante historia, conviene no olvidar que, aunque nuestro mundo y el de Juego de Tronos se guían por similares motivaciones humanas como el amor, la codicia, la violencia o la fe, nosotros vivimos mejor gracias a la tecnología y a los ingenieros que la desarrollan. Entre otros lugares, en la Universidad Politécnica de Cartagena.